Debía ser el verano de 1953 cuando frisaba mis siete añitos, allá por el Bosque “Matamula” llamado así porque antaño era un lugar destinado a ser cementerio de las mulas y asnos enfermos o viejos y enfermos, en Lince Lobatón a una cuadra del terral donde se levanta hoy el Hospital del Empleado. Estudiaba en un Colegio Fiscal (Del barrio donde nací) que quedaba en el Jr. Cápa...c Yupanqui cuadra 16. Con mi familia vivíamos en la cuadra 15 y solía escaparme de mi casa al frente en el Bosque a ver unos lindos partidos de Fútbol por las tardes en cancha de tierra y con arcos de piedras. Desde que tuve uso de razón, recuerdo haberme encantado el Fútbol. Pero a veces había un niño negro (o de color para no pecar de racista) mucho más grande que el que escribe que debía de estar por los nueve y que paraba vagando porque no iba al colegio, pero por su envergadura me parecía mucho más viejo y grande. El caso es que este “negrito” era terrible, malo, grosero y agresivo. Paraba con una rama de árbol para darle a todo aquel que se moviese. Andaba con los ojos desorbitado y sin pañuelo, motivo por el cual las mucosidades que debía expulsar se le notaban a gran distancia. Que temor despertaba este chico. Cuánto miedo a no chocarme con él. Y cuánta cólera despertaba a pesar de que cuando observaba los partidos que siempre eran clásicos entre la “U” y Alianza (con símbolos que los jugadores se ponían en el pecho) era un extraordinario jugador que era motivo para que mucha gente se arremolinase alrededor del campo para gozar con las diabluras del negrito en mención. Muchos años el temor me persiguió, aún cuando tuve la suerte de no “chocarme” con él. Años después por el 69, la Selección Peruana jugaba un partido eliminatorio contra Argentina. Oswaldo estaba en las tribuna Sur, cuando de pronto (lo recuerdo como si fuera ayer) Héctor Chumpitaz, el gran “Capitán” sale jugando por el lado izquierdo casi pegado a la línea y a la altura del medio campo lanza con la izquierda un centro que fue a parar justo para que el centro delantero peruano “mate” el balón con el pecho y antes que dé un bote en el césped, ante la ira de Perfumo y Gallo, defensores argentinos, el peruano pegue con suavidad a modo de cachetada el balón con la parte externa y por el encima del arquero Cejas, para que caiga dando unos botecitos e ingrese al arco de los platenses. El Estadio se vino abajo, y yo que gritaba con enorme alegría y al borde del llanto de gran alegría. Después, empatamos a Argentina en Buenos Aires y fuimos al Mundial del 70 y yo me enteré por revistas y periódicos que el negrito liso y malcriado de “Matamula” era PERICO LEÓN el mismo que hizo delirar de entusiasmo a millones de peruanos con el mejor gol que vi en mi vida. Cosas del destino. Aún ahora quisiera encontrármelo y hacerle recordar.
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